domingo, 6 de julio de 2008

Derroche

"Para entrar en el cielo no es preciso morir"

Subí las escaleras en silencio, tratando que no se escuchara el sonido de mis pasos. El edificio parecía sin habitantes, sin vida, pero estaba rodeado de plantas y flores lo cual anulaba esa percepción.

LLegué al segundo piso pero aún me faltaba uno, terminé de subir las escaleras y ubiqué el número del apartamento, una puerta café claro, una ventana al lado izquierdo, el piso rojo. Toqué la puerta y sentí que había llegado a la casa de una persona muy cercana. Me faltaba un poco el aire por subir las escaleras tan de prisa o tal vez porque no estaba segura de lo que llegaba a hacer ahí. Cuando recordé que el motivo de mi visita era llevar agua y medicinas me tranquilicé y la justifiqué.

Ahí empezó todo.

Abrí la puerta del laberinto, un laberinto con infinitos recovecos donde encontré manzanilla y miel, vino y galletas de avena, libros de Benedetti, No te salves, lagunas verdes, pastillas para el dolor de estómago, encontré a Silvio, conocí a Bebe, encontré caminatas por el parque, 100 gradas que me hicieron latir más rápido mi corazón, dos camas, una cama de más, jugo de naranja, una cebolla en forma de flor, una siesta de 3 horas y más vino

y emprendí el regreso...

Pero el regreso se prolongó, tomé el camino más largo y me sumergí más en el laberinto, encontré senderos luminosos llenos de canciones, sobrinos, abuelas, tías, hermanos, mamás, papás, una habitación color azul, un televisor en el techo, amigos, celebraciones, dos cuerpos frente a un espejo, tres cervezas, un beso de bienvenida, todo estaba ahí, todo estuvo ahí y lo tuve conmigo todas las noches, todas las madrugadas y en los primeros rayos del sol ...

Pero el tiempo de la luz solo duraba 10 días y debía continuar para encontrar la salida

LLegué a otro sendero, este era antiguo, oscuro, era el lugar donde aparecerían todos los fantasmas y aunque iba a durar unicamente cuatro días tenía la sensación que iban a ser eternos, pero no tenía otra opción, no podía llegar a la salida sin antes tener que pasar por ese sendero. Ese sendero era el del silencio y tenía que atravesarlo con los ojos vendados para no ver todo lo que acontecía a mi alrededor. En ese momento precisaba tener un batiscafo para poder sumergirme en aguas desconocidas donde nunca había navegado. No había ojos pero sí mucho silencio, de ese silencio que ensordece y termina en angustia. En ese momento yo precisaba de señales, urgia de señales, sin darme cuenta que era la ausencia de ellas la señal más evidente...

Ahora, este día, estoy a punto de salir, a unas horas de salir, sin embargo tengo nostalgia anticipada por todo lo que estoy dejando pero también tengo expectativa por todo aquello que encontraré, gracias a que el laberinto me ha revelado el alma, me ha transformado el cuerpo, me ha puesto de frente con mi esencia y ha hecho que perdiendome... me encuentre.

No hay comentarios: